La Resistencia en los '90

Reforma estructural, protesta social y
crisis de hegemonía en los ‘90


por Prof. Lic. Alberto Horacio Rodríguez
rodriguezgaley@gmail.com


Paso a detallar a continuaciónel sucinto informe que usted demandoduele a mi persona tener que expresarque aquí no ha quedado casi nada en piemas no desespere le quiero aclararque aunque el daño es grande bien pudiera serque podamos salvar todo el trigo jovensi actuamos con fe y celeridad
Víctor Heredia.

Reforma Estructural de los ’90

Para comenzar es preciso señalar, que el proceso de ajuste adquiere una significación especial, más allá de las especificidades nacionales, en virtud de la similitud evidenciada por los países de América Latina y El Caribe, en cuanto a los desequilibrios macroeconómicos, agravados con posterioridad a la crisis de la deuda externa de mediados de 1982 (Basualdo, 1999) y a las políticas aplicadas por los gobiernos de la región. Políticas que estuvieron encuadradas en las recomendaciones del Consenso de Washington (CW) y emanadas de los Organismos Financieros Internacionales, particularmente el FMI y el Banco Mundial (Castellani, 2002) (Bresser Pereira, 1991).
La aplicación de medidas de “reforma estructural” (Pucciarelli, 1998) ha sido estimulada por:
• Agotamiento de políticas cortoplacistas para solucionar dificultades que eran intrínsecas a un determinado patrón de desarrollo económico, basado en la expansión del mercado interno, el consumo estandarizado de carácter masivo, la tendencia al pleno empleo y la fuerte participación estatal en la producción de bienes y la prestación de servicios; junto a secuelas de un conflicto social y político concentrado en la puja distributiva.
• Auge de las propuestas liberal - conservadoras apoyadas por los organismos financieros internacionales y por los gobernantes de los principales países capitalistas desarrollados, quienes sostenían que el origen de los desequilibrios, se encontraba en el agotamiento de un modelo que había perdido su base de sustentación. Un dato que conviene destacar para la región latinoamericana y caribeña es la presencia de los republicanos y sus concepciones de "nueva derecha" en los EEUU entre 1980 y 1992.
Observando la singularidad de estos procesos en la Argentina, para 1985 se cierra el intento de aplicar propuestas de Política Económica de corte "keynesiano - desarrollista" y con matices, se retoman los mecanismos de transformación regresiva de la estructura económico social que había iniciado la Dictadura Militar en la tríada expresada por la apertura de la economía, la subsidiariedad del estado y la desregulación de los mercados (Gerchunoff-Torre, 1996).
La crisis hiperinflacionaria que tuvo lugar en los últimos tiempos del gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989), fue la manifestación de esa crisis económica y política (Abeles, 1999) El desenlace se anunció con el Golpe de Mercado en febrero de 1989, perpetrado por una maniobra cambiaria impulsada por la banca extranjera con sede en el país y que terminó con el anticipo de la entrega del gobierno, en seis meses, a Carlos Menem, presidente electo para la primera sucesión presidencial entre 1989 y 1995. Así como el terrorismo de Estado había actuado en el disciplinamiento social para inducir el camino de las reformas estructurales (Pucciarelli, 1998), el temor hiperinflacionario generaría las condiciones, desde la economía y en el imaginario social, para disciplinar al conjunto de la sociedad tras las políticas de estabilización que resultaron hegemónicas durante los 90, particularmente con la llegada al Ministerio de Economía de Domingo Cavallo en febrero de 1991 (Astarita, 1993).
Por todo lo dicho, analizar el Ajuste Estructural en los 90 y en la Argentina, nos lleva a un análisis de las medidas impulsadas durante la Gestión Menem. El argumento del gobierno entrante coincidente con el diagnóstico del CW (Castellani, 2002) asocia al proceso de ISI con un proceso de ineficiencia en la asignación de los recursos y vincula a la intervención del Estado en la economía con el origen de todos los desequilibrios (Sidicaro, 2001). Así se escamotea la correlación social existente por un largo período, que determina cierta función del Estado para el desarrollo de determinados beneficiados y perjudicados entre los actores sociales actuantes en un momento histórico determinado (O’Donnell, 1986). El cambio de beneficiario de las políticas estatales, o de la propia función del Estado, resulta así de una clara decisión política y no de las condiciones del funcionamiento de los mercados (Sidicaro, 2001). En materia legislativa, el Congreso aprobó dos leyes fundamentales que mostrarían claramente la intención del nuevo gobierno: la Ley de Emergencia Económica y la Ley de Reforma del Estado (Gerchunoff-Torre, 1996) (Abeles, 1999).
La primera tuvo como núcleo central, la suspensión por 180 días (aunque luego se renovaría indefinidamente) de los regímenes de promoción industrial, regional y de exportaciones y las preferencias que beneficiaban a las manufacturas nacionales en las compras estatales; además se autorizaron los licenciamientos de empleados públicos y se puso fin a los esquemas salariales de "privilegio" en la administración. El objetivo estaba centrado en una reorientación del gasto público a favor del poder económico más concentrado.
A su vez la Ley de Reforma del Estado marcó las pautas para la implementación de un cruento y vertiginoso proceso de privatizaciones de las empresas públicas: teléfonos, aviación comercial, ferrocarriles, complejos siderúrgicos, rutas, puertos y varias empresas petroquímicas (Abeles, 1999).
En la Argentina de comienzos de los noventa las medidas de estabilización y reforma estructural fueron presentadas y supeditadas a solucionar el problema de la inflación (Castellani, 2002) y de las cuentas públicas más que a aumentar la productividad y la competitividad de la economía en el largo plazo. Dicha tarea se iniciaría con la llegada de Cavallo al Ministerio de Economía en 1991 (Astarita, 1993). Como consecuencia de nuevos rebrotes inflacionarios y de sendos ataques especulativos, el gobierno implementa en 1991 el denominado Plan de Convertibilidad. Se estableció una paridad fija de 1$ = 1 U$S y se adoptó el compromiso de que el Banco Central debía respaldar con reservas internacionales el 100% de la base monetaria, quedando imposibilitado por lo tanto de emitir dinero sin la correspondiente contrapartida en divisas. De esta forma se le quitó al Banco Central la posibilidad de utilizar política monetaria activa y quedó por completo relegado a acompañar los movimientos de capitales internacionales. Los flujos comerciales y de capital quedaron completamente liberalizados y la vulnerabilidad de la economía argentina se manifestó con una amplitud desconocida en otros países de la región. Si a lo anterior le sumamos la inexistencia de mecanismos de esterilización, podemos afirmar que en los noventa quedó configurado un sistema financiero procíclico, el cual dificulta la generación de crédito interno en las recesiones y profundiza la vulnerabilidad de la economía argentina. Este hecho quedaría evidenciado con la fuerte fuga de depósitos del sistema financiero y el consiguiente recorte de préstamos productivos durante el llamado “Efecto Tequila”, que comenzó en diciembre de 1994 y se extendió hasta fines de 1995.
El nuevo esquema de desmantelamiento del sector publico y descentralización de la infraestructura social del Estado Nacional hacia las provincias, implicó una profunda racionalización del personal. Se instauró un esquema de retiros “voluntarios” masivos e indiscriminados, sin criterio alguno de preservación de las antiguas funciones y de la capacitación del personal, que implicó un desmantelamiento en relación con el nivel de técnicos especializados en diversas áreas importantes de la estructura gubernamental. Este proceso fue funcional con las nuevas normas de desregulación del mercado de trabajo que comenzaron a implementarse en 1991 y que lejos estuvieron de utilizarse como mecanismo de incrementos en la competitividad (French-Davis, 1997) sino que crear una situación de desempleo creciente que marcaría su punto critico con la crisis del “Efecto Tequila”. Si bien se reconoce un aumento de los salarios reales en el sector manufacturero, se reconoce al mismo tiempo una pérdida del poder adquisitivo en términos de la incidencia del gasto familiar por el uso de los servicios públicos privatizados. Lo señalado se agrava si consideramos la reducción de ingresos salariales del resto de los trabajadores formales en un marco de fuerte caída del empleo industrial en todo el período (Benza-Calvi, 2004) (Scorr, 2002).
La contrapartida de los incrementos notables en los niveles de PBI y la contención de la inflación (Castellani, 2002), se hizo presente en el marco de la recesión resultante a posterior de la devaluación mexicana bajo la forma de desempleo y subempleo, poniendo muy en claro quién había pagado lo sustancial de la reforma económica. El problema a destacar es que en la década ha subido el piso estructural del fenómeno de la desocupación, asociado a una tendencia creciente a la precarización laboral (Giosa Zuazua, 1999), la disminución salarial y de la capacidad de compra de los trabajadores. Al mismo tiempo se verifica un crecimiento del promedio de horas trabajadas, confirmándose la paradoja que junto a la falta de empleo, existe sobretrabajo.
En síntesis, los sectores de menos ingresos son los que más terreno han perdido desde la implementación de las reformas; un sector medio que aprovechó el boom de consumo y créditos favorecido por el fuerte ingreso neto de capitales externos en la primera mitad de la década, y que vio esfumar dicha ventaja en la segunda mitad; y por último un sector en la cúspide que escamoteó los efectos de la crisis, e incluso incrementó sus ingresos.

La protesta social durante los ’90

La Argentina asistió en los ’90 a un profundo cambio en la relación entre el estado y el mercado, signado por procesos de ajuste económico que han incluido la reducción del gasto público y la financiación a través del incremento del endeudamiento externo (Basualdo, 1999), la descentralización estatal y la reforma administrativa. El régimen social de acumulación se ha caracterizado, desde entonces, por la concentración económica y significativas tasas de crecimiento (Schorr, 2002), sobre todo las referidas a los años de la primera gestión de Menem, junto con una no menos creciente tasa de desempleo, la precarización del empleo (Giosa Zuazua, 1999) y la flexibilización del mercado laboral (Astarita, 1993) (Pucciarelli, 1998).
Tales modificaciones se reflejaron también en las alianzas políticas del peronismo liderado por Menem, que dejó de apoyarse en los sindicatos y se acercó más a los sectores económicos nacionales y extranjeros, por ejemplo aquellos vinculados al capital financiero, cuya injerencia en el curso de decisiones tomado había aumentado considerablemente (Canelo, 2002). En este marco, el peso de los sindicatos fue modificado ostensiblemente y obligó a sus dirigentes a variar su proyección y relaciones en la arena política.
La noción de “repertorio de acción colectiva", creada por Charles Tilly (Auyero, 2002) (Farinetti, 1999), se aplica al conjunto de medios que un grupo dispone para canalizar sus demandas. El autor sostiene que, si bien la interacción entre personas y grupo está condicionada en un repertorio por las instituciones, prácticas existentes y entendimientos compartidos, quienes participan aprenden, innovan y construyen historias en la producción misma de la acción colectiva, de modo que cada forma de acción colectiva posee una historia que dirige y transforma usos futuros de esa forma, debido a que las interacciones históricamente situadas crean acuerdos, memorias, antecedentes, historias, prácticas y relaciones sociales. Por eso, un paro o una movilización tienen una historia distintiva respecto de otras acciones contenciosas, y los repertorios están bien definidos y limitados a diversos actores, objetos de acción, tiempos, lugares y circunstancias estratégicas (Auyero, 2002) (Farinetti, 1999).
Para analizar la protesta social, se debe partir de la revuelta producida en mayo a julio de 1989 y febrero y marzo de 1990. En realidad, lo ocurrido en ese momento (saqueos, ollas populares, etc.) no alcanzó a constituirse en protesta ni se dirigió contra el estado o el gobierno, limitándose a ser, principalmente, un choque entre particulares. En ese primer momento que sigue a la revuelta, lo que caracteriza a esa política es la privatización de empresas estatales, con su efecto de retiros voluntarios y despidos de asalariados; y sus efectos para los trabajadores que se manifiestan en el incremento de la desocupación y la disminución de los salarios (Scorr, 2002). Si bien hubo intentos de resistencia a la nueva situación que se pretendía imponer (por ejemplo, la llamada “Plaza del No” o el corte de ruta pionero de los trabajadores de Hipasam en Sierra Grande en 1991), estos intentos estuvieron signados, generalmente, por el aislamiento social de los obreros y el consenso de buena parte de la sociedad, incluyendo a muchos de esos mismos trabajadores.
Los cortes de ruta, puentes y calles, la ocupación de espacios públicos como las plazas, y los ataques a edificios públicos se convirtieron en los medios predominantes mediante los cuales la gente común actuó colectivamente en defensa de sus intereses (Vilas, 1996). En la mayoría de las ocasiones en las que manifestantes convergieron en una barricada, en una plaza, o frente a un edificio público o residencia de algún funcionario en particular, la identidad colectiva construida se refería a la división entre “pueblo” y “funcionarios/políticos” corruptos. En consecuencia, no sólo las formas sino también los sentidos de la protesta parecen reconocer cierta regularidad durante la última década. El “santiagazo” de 1993, la pueblada de Cutral-co y Plaza Huincul en 1996, y la plaza del aguante en Corrientes en 1999 quizás sean la mejor síntesis de esta emergente forma de protesta y de una identidad colectiva en formación (Auyero, 2002)(Farinetti, 1999).
El 16 de diciembre de 1993, tres edificios públicos --la casa de gobierno, los tribunales, y la legislatura-- y una docena de residencias privadas de políticos y funcionarios locales fueron invadidas, saqueadas e incendiadas por cientos de empleados públicos y habitantes de Santiago del Estero. Empleados estatales y municipales, maestras primarias y secundarias, jubilados, estudiantes, dirigentes sindicales, y otros, reclamaban el pago de sus salarios, jubilaciones y pensiones (adeudados desde hacía tres meses), protestaban contra la implementación de políticas de ajuste estructural, y expresaban su descontento con la generalizada corrupción gubernamental. Conocido como el “santiagazo”, este episodio tiene características singulares en el sentido que es una rebelión de ciudadanos que convergió en las residencias particulares de funcionarios y en los símbolos del poder público, y en la cual prácticamente ningún comercio fue asaltado y no se conocen víctimas fatales.
Entre el 20 y el 26 de junio de 1996, miles de habitantes de las vecinas localidades de Cutral-co y Plaza Huincul (provincia de Neuquén) bloquearon las rutas de acceso al área interrumpiendo el tráfico de personas y vehículos durante siete días y seis noches. Los piqueteros, como se denominaron los manifestantes en las barricadas (Svampa-Pereyra, 2003), reclamaban “fuentes de empleo genuinas”, rechazaban la intervención de las autoridades democráticas y de otros políticos locales (acusándolos de falta de honestidad y de “arreglos poco claros”), y demandaban la presencia del gobernador para discutir sus reclamos. La impresionante cantidad de manifestantes (veinte mil de acuerdo a la mayoría de las fuentes) hizo retroceder a las tropas de la Gendarmería Nacional (enviadas por el gobierno nacional para despejar la ruta). El 26 de junio, el gobernador Sapag accedió a todas y cada una de las demandas en un acuerdo firmado con la recientemente formada comisión de piqueteros.
Entre el 7 de junio y el 17 de diciembre, miles de correntinos acamparon en la plaza principal de la capital de la provincia. Los “placeros”, como autodenominaban las maestras, empleados estatales, abogados, empleados judiciales, y otros manifestantes, reclamaban sus salarios impagos (con atrasos de entre dos y cinco meses), se oponían a los despidos en la administración pública, y protestaban contra la generalizada corrupción de los gobiernos provinciales y municipales. Los manifestantes comían y dormían en la plaza, organizaban docenas de marchas y demostraciones, y varios cortes de ruta y del puente General Belgrano, que une a las ciudades de Corrientes y Resistencia. Estos seis beligerantes meses se conocieron como el “correntinazo”; ninguna otra protesta en la Argentina contemporánea duró tanto.
Conviene, sin embargo, no exagerar el carácter novedoso de las formas y sentidos de la protesta a los efectos de no perder de vista la continuidad que existe con modalidades previas de lucha. Estas “nuevas formas” no reemplazan a otras, como la huelga y la manifestación callejera (Farinetti, 1999), ni tampoco pueden ser asociadas simplemente a una demanda en particular como el reclamo de empleo. Por el contrario, cortes y paros, ataques a edificios y manifestaciones, campamentos y huelgas, conviven, se complementan y se potencian de acuerdo a su relativo éxito o fracaso en la obtención de sus demandas. Si bien los desocupados adquieren prominencia en los cortes de ruta, los sindicatos de empleados estatales y los gremios docentes, organizaciones de segundo grado (la Central Argentina de Trabajadores en los cortes de ruta en el Gran Buenos Aires), y otros tipos de organización (frentes barriales, comisiones vecinales, etc.) también adoptan esta forma de lucha colectiva (Svampa-Pereyra, 2003). El paro general del ’97 (Farinetti, 1999) combinó cortes de ruta, ollas populares, manifestaciones, y piquetes de huelga en todo el país.
Por último, la dicotomía huelga (de trabajadores), cortes de ruta (de desempleados) nos puede hacer perder de vista el encadenamiento de las emergentes formas de protesta durante los noventa con otras predominantes durante los ochenta: Quizás haga falta recordar que uno de los líderes de la Federación de Tierras y Vivienda, Luis D’Elia, organización clave durante los cortes de ruta en el Gran Buenos Aires (Svampa-Pereyra, 2003), fue también uno de los organizadores de las tomas de tierras (asentamientos poblacionales en tierras fiscales y/o privadas) durante la dictadura y el primer gobierno democrático (Merklen, 1998).
Si algo nos han enseñado los estudios de la protesta, de los movimientos sociales, y de la acción colectiva en general en otras partes del mundo y en otras épocas históricas es que la miseria, la pobreza, la necesidad económica, el sufrimiento, el desempleo, el disgusto y la angustia colectivas, no se traducen necesariamente en movilización popular. Esto es, la protesta, el conflicto, la violencia, no son respuestas directas a las tensiones producidas por el deterioro de las condiciones de vida que surgen de las macro-transformaciones político-económicas sino que fluyen de los procesos políticos específicos. En otras palabras, los cambios macro impactan en el conflicto a través de la estructura de poder, dando forma a los medios organizativos y a los recursos que los distintos actores tienen a su disposición. Para que la protesta ocurra, hacen falta redes asociativas previas que activen la protesta, oportunidades políticas que la hagan viable; las divisiones entre elites suele abrir la puerta a la consecución de demandas en forma conjunta por parte de actores que están fuera del sistema político, los casos de Corrientes en 1999 y Santiago en 1993 sean quizás los ejemplos más claros, y recursos que la faciliten: desde recursos materiales, como cubiertas para quemar y alimentos para sobrevivir día y noche en las barricadas, a veces provistos por grupos políticos opositores como en Cutral-co y Plaza Huincul, hasta recursos simbólicos con los cuales enfrentar los embates retóricos de los gobernantes. Una mirada a la última década de activismo popular en Argentina no puede dejar de tener en cuenta estos elementos sino quiere reproducir una visión mecanisista de la rebelión popular que ve en cada subida de precios, en cada alza de las tasas de desempleo, o en cada caída del nivel de vida una condición suficiente para el “estallido”.
Las prácticas clientelares de dirigentes políticos y funcionarios públicos han sido tradicionalmente vistas, por académicos y periodistas, como antagónicas a la acción colectiva (Farinetti, 1999). La primacía de este tipo de prácticas, se entiende, frustra el surgimiento de la protesta. Sin embargo, si miramos de cerca a varias protestas en el país vemos que estas redes no se oponen sino que están profundamente imbrincadas en la génesis, en el curso, y en el resultado de varios episodios de beligerancia (Auyero, 2002).

La permanencia de una crisis de hegemonía.

Cuando hablamos de “Crisis de Hegemonía” nos referimos a “incapacidad de un sector que deviene predominante en la economía para proyectar sobre la sociedad un Orden Político que lo exprese legitimamente y lo reproduzca.” (Portantiero, 1977)
El fenómeno de la exclusión social (Pucciarelli, 1998), operado a partir de los procesos de desindustrialización y liberación de la economía, habilitados por el neoliberalismo en el marco de una globalización competitiva ( French-Davis, 1997) configuró un panorama de profunda expulsión de vastos sectores de la sociedad argentina, dando lugar a una metamorfosis de la cuestión social en los términos de la exclusión, caracterizada por el desempleo estructural (Pucciarelli, 1998), la precarización, el aumento de la informalidad (Giosa Zuazua, 1999) y la vulnerabilidad de amplios sectores (Benza-Calvi, 2004), configurando un nuevo tipo de sociedad que pierde unidad y propósito común. Esta sociedad fragmentada aparece como fuertemente desigual, y escindida en mundos con lógicas diferenciadas que segmentan los imaginarios colectivos y políticos (Castel, 1997).
Es en este marco de desmantelamiento del Estado de bienestar (Sidicaro, 2001) acudió a la profundización de la exclusión, mediante un abordaje de la nueva cuestión social que congeló, en el mejor de los casos, o radicalizó las desigualdades (Pucciarelli, 1998). El desguace del Estado de Bienestar y la exclusión social han relativizado la posibilidad de una progresiva adquisición de derechos sociales a partir de los mecanismos habilitados por los derechos políticos (Sidicaro, 2001). El avance de la estrategia neoliberal determinó una profunda inflexión en la cultura política de Argentina y de América Latina.
Este contexto de profundas transformaciones se ha dado junto a una metamorfosis de la problemática del poder, que se plantea de manera muy distinta hoy de como se lo hacía en la etapa del Estado de Bienestar, de la sociedad industrial y del movimiento obrero como sujeto histórico (O’Donnell, 1986). Entonces, el poder era localizado en el Estado-Nación y estaba más vinculado a los actores nacionales y a la existencia de un antagonismo central entre los trabajadores y el capital (Sidicaro, 2001), habilitando así perspectivas de “conquista del poder” mediante la conquista del Estado. Pero en las últimas tres décadas se ha producido una transformación de las estructuras de poder (Castellani, 2002), caracterizada por el debilitamiento del poder estatal y el del mundo del trabajo y, a la inversa, el crecimiento del poder transnacional y del mercado (Schorr, 2002).
Lo cierto es que el Estado-Nación ha perdido capacidad de regulación (Auyero, 2002) sobre estas fuerzas financieras y económicas, de esta manera, tenemos un poder económico creciente que subordina al trabajo: el de los mercados financieros y empresas globales. Un poder comunicacional en las grandes cadenas y medios concentrados que da también capacidad ideológica en la construcción de sentido común y de la agenda pública. Así, el poder como proyecto político de dominación se construye no en términos de un conflicto que se resuelve coercitivamente, sino mediante la internalización de su perspectiva en los individuos y en la reducción progresiva de expectativas, el desánimo, la pérdida de autoconfianza y la subalternización de estos sectores populares, que pierden su sentido de portadores de derechos (Auyero, 2002). El clivaje (Canelo, 2002) aquí opera en términos de una sociedad civil altruista, voluntaria, considerada como “polo de virtudes democratizantes” y un Estado frecuentemente visto “como encarnación del mal”. Esto, promueve una exacerbación de la conflictividad y la diferenciación de intereses entre los sectores medios y los populares (Vilas, 1996) mientras el poder tecnocrático, en los organismos multilaterales de crédito, configura perspectivas despolitizantes y técnicas de los asuntos públicos, habilitan la progresión de un diagnóstico centrado en la debilidad de las instituciones, el despilfarro estatal, la ineptitud de la “clase política” y la corrupción pública como factores causantes de la crisis argentina. En el fondo de esta perspectiva, se encuentra una noción reduccionista de la política en términos de mera administración de la cosa pública, frente a una sociedad exenta de contradicciones y relaciones de poder. Habitualmente, se habla de crisis de representación política en relación con la falta de correspondencia entre representantes y representados: los representantes no representan los intereses y las necesidades de los representados, y, a su vez, los representados no se sienten interpretados por los representantes. Eso es una crisis, pero la gravedad o el carácter distintivo es que es parte de una crisis totalizadora, económica, política, social, cultural, es decir, una crisis globalizada, situación sobre la cual identificaremos alguna premisas:
• La existencia de una crisis hegemónica del bloque dominante, que no es nueva, que se ha ido reciclando alternativamente, pero que ha aparecido más claramente visible, en especial, a partir de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001.
• Los variados intentos de reconstrucción del consenso por parte de ese mismo bloque dominante. Intentos que incluyen las maniobras y artilugios para tratar de cooptar a los nuevos modos de expresión y de constitución de actores sociales (asambleas, piquetes, etc.).
• La ausencia real de una verdadera alternativa política, que no desmerece los diversos espacios de ampliación de participación político-social gestados y en gestación, sino que alude a la insuficiencia de ellos en miras a la posibilidad de efectivización de cambios profundos, rupturistas del sistema hegemónico.
• Situar la crisis de representación política como un problema de poder político, en medio de un escenario de luchas y confrontación.

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